viernes, 24 de julio de 2009

El adiós de los graduados

Una crónica sobre las graduaciones en Holguín...


Hace poco supe que mis padres no tuvieron acto de graduación. Por una razón u otra no se vistieron de aro, balde y paleta para recibir el título universitario de manos de sus padres o de alguno de sus profesores. Al momento, me pareció inconcebible, quizás porque para mí es muy importante guardar en la memoria “los últimos momentos de algo”; por ejemplo, en las graduaciones sabes que verás a tu grupo de cinco años unido por última vez, que toda esta generación de jóvenes se dispersará y en un futuro verás a uno con uniforme de ETECSA y carpetica de empresario, a otra detrás de un mostrador, a otro al abrir la puerta de una oficina, pero juntos, en una misma plaza, como en los matutinos, esta será la última vez.

Sin embargo, el acto de graduación es mucho más que un tesorero de últimas cosas. La entrega del diploma, el momento justo en que alguien dice por el micrófono “y ahora los graduados recibirán el título”, parece como el final de una gran ola que comenzó hace un lustro. Es el momento catártico, el instante de ruptura –por lo menos para la mente humana- entre una etapa y otra. Los más sensibles derramarán lágrimas, los más desenfadados, tomarán el título, recibirán los abrazos como si fuera cosa de todos los días, pero siempre habrá ese escozor, ese pálpito del momento justo en que ya te puedes decir graduado. Así es el ser humano, necesita delimitar en el tiempo, por eso inventó los calendarios, la celebración de cumpleaños; necesita ceremonias para pasar de un estado a otro. Es por ello que los actos de graduaciones son saludables, psicológicamente ayudan a desprenderse de una época y a prepararse para otra.

En el último mes, más de 4 mil 500 jóvenes en la provincia asistieron a su acto de graduación. Cada vez son más por año: en la Universidad Oscar Lucero Moya, aumentaron de 849 en el 2008 a mil 415, en este julio; en el Instituto Minero Metalúrgico de Moa, de 605 a 890. El Instituto Superior Pedagógico José de la Luz y Caballero (1 328), la Facultad de Cultura Física Manuel Fajardo (692), la Universidad de Ciencias Médicas Mariana Grajales (208) y la Filial del ISA en Holguín (10), mantuvieron la misma curva con respecto a cursos anteriores.

Cada uno llegó la mañana citada, con el mejor traje y una retahíla de familiares detrás. En ese momento la plaza, el teatro o el lugar del acto se convierte en un mapa de “orientación social” para quien no conozca a la generación que se gradúa. Por ejemplo, se pueden ubicar los más sobresalientes entre los graduados porque los títulos de oro se sientan en filas aparte; se puede, además, situar cuáles son esos dos amigos o grupos de amigos que caminaban juntos por los pasillos, porque los estudiantes se sientan por afinidad y como en clases, comentan, sonríen.

Pero el acto no es revelador solo para los desconocidos, los propios egresados se descubren entre sí. Después que el locutor con voz engolada menciona al mejor graduado en deporte, o en cultura o en investigación, alguien dice: “yo veía a ese muchacho por ahí, pero nunca pensé que se destacara en algo”. Así, el chico que andaba callado, que nunca llamó la atención, se dibuja en la memoria colectiva como un héroe o algo parecido. De repente, ves a los que nunca habías visto, porque a los ojos de la cotidianidad todos pasaban inadvertidos –tan metidos en nuestra rutina estábamos que solo ahora en un contexto diferente, bajo la mirada melancólica de la última vez, percibimos a los que siempre estuvieron cerca.

Después llegan las fotos. Las clásicas; con mami y papi, con los profes, con el grupo; y las de relajo, con todo el que se aparezca. Son importantes las imágenes. Al cabo del tiempo casi no se recuerda el acto de graduación, sino los años de universitario, pero uno casi nunca tiene fotos saliendo del aula, o conversando en un banco de la plaza, son estas imágenes del acto, las que te hacen evocar esos otros momentos, al parecer menos trascendentales, y es la hora de preguntarse: ¿qué se habrá hecho fulanito? Y vienen las historias, no del acto, sino de un día cualquiera de clase.

Aún así, aunque se olvide con facilidad, aunque al paso del tiempo no sea tan importante, no aconsejo a nadie ausentarse a su acto de graduación. Es bueno desbocar las emociones, para sentir menos nostalgia luego, es como para no dejar cuentas pendientes con uno mismo y con una época vivida.

Delante nos espera un futuro incierto, pero solo de esta manera, ese porvenir se hará más corpóreo: despidiéndonos del pasado, aunque aún ni el acto de graduación parece suficiente, porque al salir, todos caminan volteando la cabeza.

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